Vivimos
entre objetos, nos movemos por espacios construidos, el mundo se manifiesta a
través de ellos y erigimos nuestra realidad por una suerte de recomposición de
fragmentos de la información percibida e interpretada. La arquitectura no es
pues solo cobijo para nuestro cuerpo, es muchas veces tamiz a través del cual
el orden que rige el universo se hace presente. Orden que es percibido, luego
relacionado y finalmente transformado en significados individuales y
colectivos. Siempre fue así y así estuvo bien.
Habituados
hoy en día a permanecer cada vez más en
espacios virtuales, satisfechos con imágenes fáciles, presurosos en distinguir
nuestras preferencias con un “like it”, reconocemos cada vez menos la función
reveladora de la arquitectura, o en todo caso seleccionamos la información más superficial
y útil en la medida que nos permita permanecer en espacios supuestamente
confortables, haciendo todo ello caldo de cultivo para que germine una
arquitectura mediática que esconde tras epidérmicos alardes formales la
monotonía de la producción estandarizada y la falta de atención a lo que el
contexto le demanda.
Tres
arquitectos que comparten estas preocupaciones se reúnen en un café arequipeño
y acuerdan hacer un post a seis manos (utilizando el teclado del ordenador,
claro está) Cada uno con blog propio se reconocen también habitués de espacios virtuales, sin embargo
se animan a echar un cable a tierra y anclar en experiencias vividas en que la
arquitectura trascendió lo cotidiano y que de alguna u otra manera influyó en
su manera de percibir el mundo o tal vez de reconocerse a sí mismos. Saben del
peligro de su empresa, pues es probable que en el intento de descodificación
parte de la magia que habita en su memoria sea alterada al reconocer la lógica
del mecanismo, pero asumen el riesgo. Tienen la esperanza que a través de estas
experiencias animen a más gente a contar las suyas y así colaborar, aunque sea
en algo a poner la arquitectura en el lugar que le corresponde.
Cristina Dreifuss Gonzalo Ríos Carlos Zeballos
Experiencia
1.0
La casa Hundertwasser
Cristina Dreifuss Lo huachafo en la arquitectura limeña
Divagaciones y Arquitectura
Los arquitectos, con mucha frecuencia,
dividimos nuestra vida en antes y después de nuestro paso por la facultad.
Imagino que lo mismo debe pasar con otras profesiones; la formación profesional
no sólo nos da habilidades y conocimientos, sino que nos enseña a ver con otros
ojos. Es por eso que hablar de una experiencia trascendente de la arquitectura
en términos pre-arquitectónicos se vuelve un reto.
Conocí la “Casa Hundertwasser” un año
antes de entrar a la facultad, en ese período en el que uno anda madurando y
preguntándose una serie de cosas, trascendentales en sí mismas. En medio de un
recorrido turístico lleno de dorados y barroco vienés, terminamos en esa esquina de Kegelgasse donde parecería que
alguien dejó libre acción a un lunático.
El edificio, un multifamiliar, es un
manifiesto. No hay una sola línea recta (“la línea recta conduce a la
perdición”, diría su autor, el pintor F. Hundertwasser). Cada unidad de habitación
es de un color distinto, con lo que la imagen final es la de una especie de
colcha de parches, salpicada de ventanas desordenadas. El primer piso se apoya
en columnas distintas, algunas chuecas, forradas con materiales de reciclaje,
cuyo brillo contrastaba con el cielo.
La rápida visita exterior – porque
nunca llegué a entrar a una de estas viviendas – me enseñó sobre la libertad de
expresión, sobre la economía de recursos, sobre la creatividad y el uso libre
de colores y formas, sobre el cuestionamiento de estereotipos establecidos, y
sobre todo, que la arquitectura es una profesión al servicio de las personas y
que su objetivo es la felicidad. Fue ahí que decidí que eso es lo que quería
hacer.
Años después, luego de sustentar mi
tesis de grado, volví al sitio. En el fondo, quería comprobar si efectivamente
la magia seguía ahí. El edificio fue tan impresionante como la primera vez y,
de algún modo, era como si algún tío mayor y buena gente me guiñara el ojo y me
asegurara que no me estaba equivocando.
Experiencia 2.0
Habitando un relicario:
La Sainte Chapelle de Paris, Febrero de 2014,
Gonzalo Ríos, Trampantojo
Gonzalo Ríos, Trampantojo
Resultaba
poco menos que iluso aspirar a tener una experiencia de mediana trascendencia
en un ambiente en donde todo confluía para no conseguirla. La preciosa capilla gótica en donde Luis IX
de Francia, el santo, pasó gran parte de
su vida contemplando las reliquias que adquirió de la pasión de Cristo, era poco
menos que profanada por una horda de turistas en busca del espectáculo banal
que probablemente el día anterior lo vivieron en Euro
Disney y estaban ansiosos de replicarlo. Los guías atentos y acomedidos con
su público se transformaban en bufones solazándose en la anécdota histriónica para conseguir la
risa fácil que seguramente se vería recompensada con un reconocimiento
monetario final.
Vistas exteriores de la Sainte Chapelle. La masividad del nivel de acceso contrasta la ligereza del nivel superior en donde prima la transparencia de los vitrales
Fotos: Eric Rougier
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Nada
de góticos radiantes, nada de explicar cómo es que se logró desmaterializar los
muros opacos casi en su totalidad, reduciéndolos a estilizados haces de
baquetones que se separaban hasta convertirse en la frágil estructura de una
bóveda azul que parece levitar sobre vitrales pareados. No eso no era
importante. Tampoco lo era la historia del pobre Luis IX, tan criticado por
gastarse media fortuna en comprar a Bolduino II de Constantinopla la corona de espinas, un pedazo de la cruz, el
hierro de la lanza y la esponja del martirio de Cristo y la otra media en la
construcción de esa capilla cuyo destino era convertirse en un enorme relicario
en donde el monarca pasaría en estado de contemplación días enteros descuidando
seguramente las funciones propias de su cargo. No, de eso nada. El espacio era
de una belleza suprema y estaba agradecido, sin embargo el entorno hostil era
superior a mis ganas de intentar una reflexión más profunda sobre la estética o
la historia.
Vistas Interiores del actual nivel de acceso, en donde se anclan las estructuras que hacen posible la levedad del nivel superior.
Fotos: Eric Rougier
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Dispuesto
ya a abandonar la capilla el nublado clima invernal parisino disipó por unos
instantes sus nubes y dio paso a un rayo de luz que penetro al ambiente
atravesando los coloridos vitrales, convirtiendo esta inicial luz blanca en una
emulsión de rojos y azules que inundándolo todo propiciaron una atmósfera en
donde cualquier hecho físico, inanimado o vivo, pareció inmaterial y
perteneciente a una misma substancia. Por unos breves segundos todo pareció
detenerse, paralizarse; el silencio del entorno hostil superficialmente
conmovido, al menos por el breve instante que duró el fenómeno, intensificó la
impresión de cohesión.
Vistas Interiores del nivel superior, máximo exponente del gótico radiante francés con la desmaterialización casi total de los muros en favor de los vitrales.
Fotos: Eric Rougier
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Este espacio místico, banalizado por el
uso, lo había vuelto a lograr. Pese a lo
efímero del fenómeno, o tal vez por ello, se me revelaron estructuras
normalmente no visibles del mundo, poniéndome en sintonía con el orden profundo
de las cosas a la que todos estamos sujetos, y también en sincronía con mis
eventuales acompañantes y hasta con el mismo Luis IX, él desde el siglo XIII y
yo desde el XXI entendiendo y dando
significado a un fenómeno revelador propiciado por la arquitectura.
Experiencia 3.0
Hipérbole
simbólica:
Asamblea legislativa
de Chandigarh, India, Mayo de 2007,
Carlos Zeballos, Mi Moleskine Arquitectónico
Carlos Zeballos, Mi Moleskine Arquitectónico
Monumental. Así me pareció la escala
del Capitolio de Chandigarh. Aquel lugar transmitía una sensación de poder
magno, casi megalómano. Estaba hecho para impresionar, aunque parecía no
haberse preocupado en dar cabida al ser humano. En aquella calurosa mañana de
primavera india, hubiera sido muy acogedor sentarse bajo un árbol pero aquella
banalidad hubiera interferido con la colosal perspectiva del espacio, algo con
lo que el arquitecto suizo no estaba dispuesto a transigir.
Salvo indicación, todas las fotografías pertenecen a Carlos Zeballos Velarde |
Aún así, me sentía agradecido por
estar parado por primera vez frente a una obra del gran maestro Le Corbusier y
de poder disfrutarla enmarcada por los Himalayas que se perfilan como telón de
fondo hacia el este. Antes sólo había visto reproducciones en blanco y negro
así que era una experiencia estar parado ahí apreciando la monumentalidad del
Capitolio, la solidez de sus volúmenes, la aspereza y plasticidad del concreto
armado y respirar la pasión por el diseño que el maestro suizo supo traducir en
esta obra, desde su trazo urbano hasta la concepción de sus murales y
alfombras.
Había llegado allí con un pariente de
un amigo al que conocí por internet , y que luego de mostrarme de lejos el
complejo, se dispuso a regresar al centro de la ciudad. Cuando le insistí en
aproximarnos, me dijo nerviosamente que era complicado, y que había que pedir
un permiso especial que duraba un día conseguirlo. Pude entender su turbación,
ya que Chandigarh se encuentra cerca de la frontera con Pakistán, en una zona
muy tensa y donde no se escatiman las medidas de seguridad.
Pero no iba a rendirme así no más. Fui
a obtener el permiso a un par de oficinas y la reticencia inicial de los
oficiales se convirtió poco a poco en eficaz colaboración. “Soy un arquitecto,
vengo de Perú, un país pacífico” le dije, convincente (aunque hubiera sido más
exacto decir “un país en el Pacífico”). “Sí, lo sabemos”, replicaron con
severidad, y en ese momento comprendí que ellos no tenían la más mínima idea de
dónde quedaba Perú. Sin embargo, halagados ante la presencia de un visitante
tan exótico, no dudaron en otorgarme el permiso además de muchos souvenirs e
información sobre la ciudad.
Al día siguiente me encontraba de
nuevo en el Capitolio, con sus tres simbólicas construcciones: la secretaría,
el Palacio de la Asamblea Legislativa y la Corte Superior de Justicia. De todos
los elementos del conjunto, fue el Palais de l’Asambleé el edificio que más
llamó mi atención, por su matemática grilla de brise-soleil, imprescindible en
aquel tórrido clima y su fotogénica fachada sur reflejándose en un espejo de
agua.
La grilla aligeraba la fachada de esa
caja rectangular, sobre el cual asomaba principalmente el gran volumen de una
cáscara hiperbólica truncada, una figura escultórica cuya inspiración proviene
de chimeneas industriales.
Habría de recorrerlo custodiado por un
soldado armado con un fusil automático y la seguridad era particularmente
estricta.
Ingresamos al edificio, adornado con
murales diseñados por el propio Le Corbusier, que no había descuidado detalles
en el momento de su gran obra.
Al interior, la luz se filtraba
indirectamente por los brise-soleil y daba un efecto de profundidad a aquella
sala hipóstila, reminiscente de los templos clásicos que el maestro había
admirado en su viaje de descubrimiento por Grecia.
En medio de aquella trama de columnas
emergía, como un volcán impetuoso, el volumen de la asamblea.
Izquierda y centro, Fotos cortesía de Fondation Le Corbusier. Derecha, foto Carlos Zeballos
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Entonces, nos acercamos a la cámara
legislativa, que por suerte se hallaba en receso y podía ser visitada. Ni los
libros sobre el maestro suizo ni los tratados sobre arquitectura moderna, nada
podría haberme preparado para aquella impresión. El espacio, moldeado en
aquella cáscara de apenas 15 cm de espesor, se alzaba monumental sobre los
asientos tapizados de los legisladores. La sección truncada con la que
culminaba la hipérbole acentuaba su direccionalidad y su geometría favorecía la
acústica. La estatura del espacio obedecía también a fines climáticos, ya que
permite la circulación de aire por conducción.
Pero aquél no parecía un espacio
cívico, sino uno sacro. La luz filtrándose indirectamente producía un efecto
espiritual que volvería a encontrar algunos años después en la capilla hecha por Le Corbusier en Ronchamp. Sin embargo, a diferencia de las paredes blancas
de aquella, la epidermis de concreto de la sala se hallaba cubierta por
coloridas láminas de aluminio, que como una infección reptaban produciendo
manchas de color.
Fotos cortesía de The Tribune
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Era un momento sublime, que no parecía
ser compartido por el cancerbero que me acompañaba, quien insistía en que las
fotografías estaban estrictamente prohibidas. Traté de impregnar en mi memoria
cada detalle de aquel momento sabiendo que probablemente esta experiencia no se
repetiría. Traté de respirar al máximo ese espacio bello, magno, dramático.
Pero en aquel momento, un gesto poco amigable del soldado me indicó que la
visita había acabado.